
Ambientalistas de Santa Marta: Crónica de la persecución contra la resistencia comunitaria antiminera en El Salvador


Por Leonel Herrera
El 11 de enero de 2023 me desperté con varias llamadas perdidas y mensajes de WhatsApp que denunciaban la sorpresiva detención de un grupo de personas, la mayoría en el departamento de Cabañas. Personeros de la Fiscalía General de la República, acuerpados por decenas de policías y militares, los capturaron con la acusación de haber cometido un asesinato en 1989, casi al final de la guerra civil, en la que ellos participaron como combatientes guerrilleros. También los acusaba de “asociación ilícita” y privación de libertad.
Las capturas fueron simultáneas en la Comunidad Santa Marta, en las oficinas de la Asociación de Desarrollo Económico y Social (ADES) en Guacotecti y en una residencial privada de San Salvador. Lo más llamativo del caso era que cinco de los detenidos son activistas ambientales que participaron en la lucha social que logró la aprobación de la Ley de Prohibición de la Minería Metálica en 2017 y que durante los últimos dos años venían denunciando y alertando al país sobre las intenciones del gobierno de Nayib Bukele de revertir la prohibición y reactivar los proyectos mineros.
Los cinco ambientalistas capturados son Antonio Pacheco, director ejecutivo de ADES; Saúl Rivas Ortega, asesor legal de la misma organización; y tres miembros de la Comunidad Santa Marta: Alejandro Laínez García, Pedro Antonio Rivas y Miguel Ángel Gámez. El tiempo y los hechos han demostrado que ellos (particularmente Antonio Pacheco) eran el objetivo de la acusación y que los demás fueron “piezas necesarias” en el montaje del caso para dar coherencia a la narrativa fiscal.
De entrada, varias cosas no cuadraban en aquella ecuación. Por ejemplo: si la intención de la Fiscalía era investigar los delitos de la guerra cometidos en Santa Marta, lo lógico era iniciar con las masacres, asesinatos, desapariciones forzadas, torturas y otras graves violaciones a los derechos humanos cometidos por el Ejército y sus grupos paramilitares, debido a la mayor cantidad y gravedad de esos crímenes gubernamentales.
Sin embargo, en vez de procesar los atroces delitos estatales contra Santa Marta, la Fiscalía prefería enjuiciar a sus líderes comunitarios por el supuesto cometimiento de delitos durante la guerra. La evolución del proceso confirmó que se trató de una instrumentalización de la justicia restaurativa y transicional para perseguir al activismo ambiental. En la práctica, la acusación también resultó ser una revictimización de una comunidad víctima de crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad.
Cuando tuve acceso al requerimiento fiscal —porque el abogado defensor de los ambientalistas se apresuró a conseguirlo antes de la audiencia inicial, donde se decretó reserva total del caso por petición fiscal—, me di cuenta del detalle más relevante: la acusación carecía de pruebas contundentes y la querella era jurídicamente débil, para decirlo en términos suaves. Finalmente quedó al descubierto que, en realidad, no había caso penal y se trató de un montaje jurídico armado para criminalizar la resistencia comunitaria contra la explotación minera.
El principal elemento probatorio era el relato de un testigo bajo régimen de protección en clave “Soriano” quien, en el requerimiento fiscal, aseguraba haber presenciado los hechos imputados. Sin embargo, en la audiencia inicial, en la que participó como anticipo de prueba, dijo que “no vió” y que “le contaron” lo sucedido. Aún así (y sin haber ningún otro indicio de prueba), el 19 de enero, ocho días después de las capturas, el Juzgado de Paz de Victoria les decretó instrucción formal con detención provisional: los mandó a la cárcel injustificadamente por seis meses.
Sin tener ninguna relación con pandillas, el caso también fue sometido a las disposiciones del régimen de excepción. Por eso la audiencia inicial ocurrió fuera del plazo de las 72 horas y en prisión los detenidos no pudieron ver a sus familiares ni a sus defensores. Después de permanecer varias semanas en bartolinas policiales y judiciales, deambularon por varios centros penales en Ilopango, Quezaltepeque, Izalco y Santa Ana. Ahí sufrieron durante ocho meses violencia física y psicológica, falta de agua, alimentación inadecuada, ausencia de medicinas, hacinamiento, insalubridad y otras condiciones que los tratados internacionales califican como “crueles, inhumanas y degradantes”.
Este sufrimiento fue particularmente grave para quienes padecen enfermedades crónicas como diabetes e insuficiencia renal. El responsable de esta crueldad, además del Juzgado de Paz de Victoria, fue el Juzgado de Instrucción de Sensuntepeque. La jueza María Elízabeth Amaya Rivera negó en dos ocasiones la revisión de medidas para los acusados y concedió injustificadamente un nuevo plazo de seis meses de instrucción a la Fiscalía. La jueza, incluso, amenazó con procesar al abogado defensor si insistía con “peticiones (de revisión de medidas) repetitivas”.
La movilización de Santa Marta y la presión de centenares de organizaciones nacionales e internacionales, incluida la Relatoría Especial sobre Defensores y Defensoras de Derechos Humanos de la ONU y diecisiete congresistas de Estados Unidos, hicieron que finalmente la jueza Amaya Rivera realizara una audiencia de revisión de medidas ordenada por la Cámara Penal de Cojutepeque. Ahí otorgó arresto domiciliario como medida sustitutiva, el 25 de agosto de 2023.
La presión de Santa Marta y las organizaciones consiguió que, poco más de una semana después, el 5 de septiembre, la Dirección General de Centros Penales (acostumbrada a ignorar las cartas de libertad de presos inocentes) tuviera que acatar la orden judicial de excarcelar a los ambientalistas. Así fue cómo la movilización social lograba arrebatar a los luchadores ambientales de las garras del régimen.
El 3 y el 10 de abril de 2024 se realizó la audiencia preliminar en la que, como era de esperar, la jueza de Instrucción mandó a juicio a los procesados. A pesar de las incongruencias del relato del testigo “Soriano” y de la ausencia del cuerpo del delito (tras las fallidas diligencias de exhumación realizadas a finales de junio de 2023), Amaya Rivera argumentó que existían “suficientes elementos de prueba” para que el caso pasara a la fase de sentencia.
El 18 octubre de 2024, por unanimidad, las tres juezas integrantes del Juzgado de Sentencia de Sensuntepeque, decretaron sobreseimiento definitivo y liberaron a los activistas ambientales. Luego del juicio que duró tres días, las juezas establecieron que los delitos imputados por la Fiscalía no se ajustaban al perfil de delitos de lesa humanidad establecido en el Estatuto de Roma (de la Corte Penal Internacional) ni de crímenes de guerra definidos en los Convenios de Ginebra y que, por tanto, “es imposible la acción penal”, “debido a la prescripción”.
Al resolver el caso “vía prescripción” de los delitos, las juezas consideraron innecesario pronunciarse sobre “las pruebas”. Esta aparente “omisión” fue utilizada por la Fiscalía para impugnar la resolución ante la Cámara Penal de Cojutepeque, instancia que de inmediato anuló el fallo y ordenó repetir el juicio en otro tribunal. En la práctica, la Cámara violentó el principio fundamental del debido proceso penal según el cual “nadie puede ser juzgado dos veces por la misma causa”.
El 27 de noviembre, pocos días después de que la Cámara de Cojutepeque revirtiera el sobreseimiento de los ambientalistas antimineros y los mandara a un nuevo juicio, Nayib Bukele anunció en sus redes sociales la reactivación de la minería metálica. “Dios colocó un gigantesco tesoro bajo nuestros pies”, escribió en su cuenta de X; y agregó que “El Salvador tiene potencialmente los depósitos de oro con mayor densidad por kilómetro cuadrado en el mundo”.
Casi un mes después, el 23 de diciembre de 2024, en vísperas de la Navidad, la Asamblea Legislativa controlada por el bukelismo aprobó la Ley General de la Minería Metálica, de manera exprés, sin estudios técnicos, sin debate, sin consulta y contra la voluntad de la mayoría de la población. La nueva normativa derogó la ley prohibitiva que había sido resultado de un amplio consenso nacional en el que diversos sectores sociales, políticos, académicos, religiosos y gremiales coincidieron en que la minería de metales es inviable en nuestro país debido a la estrechez territorial, alta densidad poblacional, grave deterioro ambiental y el creciente estrés hídrico.
A esto se suma el hecho que la mayoría de proyectos mineros se ubican sobre la cuenca del Río Lempa, el principal afluente del país que provee más de la mitad del agua potable para el Área Metropolitana de San Salvador, sus centrales hidroeléctricas cubren el 33% de la demanda energética nacional y su caudal y sus riberas alberga diversos ecosistemas y facilita la agricultura, la pesca, el turismo y otras actividades económicas en 162 distritos de ocho departamentos.
Antes de ser presidente, Bukele apoyaba la prohibición de la minería. Incluso, en el “Plan Cuscatlán” presentado en su primera campaña presidencial incorporó, entre las medidas de protección ambiental, la aplicación y cumplimiento pleno de leyes como la que prohibía la minería metálica. Cinco años después, su anuncio de reactivación minera fue la confirmación más contundente de la veracidad de la denuncia de los ambientalistas criminalizados y representa la mayor prueba de que el móvil detrás de la persecución judicial es el interés extractivista.
Los ambientalistas de Santa Marta, especialmente el director de ADES, empezaron a denunciar la posible reactivación de la minería en mayo de 2021, cuando el gobierno de Bukele incorporó a El Salvador al Foro Intergubernamental sobre Minería, Minerales, Metales y Desarrollo Sostenible (IGF, por sus siglas en inglés). En octubre del mismo año denunciaron que la nueva Ley de Creación de la Dirección de Energía, Hidrocarburos y Minas, aprobada en silencio por el oficialismo, incluía la exploración y explotación de minería metálica.
Los ambientalistas también alertaron sobre la presencia de personas desconocidas que financiaban proyectos sociales en comunidades de San Isidro y otros distritos de Cabañas, mientras intentaban comprar o alquilar terrenos con potencial minero en esos mismos lugares. Una investigación periodística descubrió después que estas personas trabajaban para “Tombstone Company” y “Nueva Esperanza”, dos entidades vinculadas a la empresa minera estadounidense Titan Resources Limited y financiadas por el hondureño Banco Atlántida.
Cuando los ambientalistas de Cabañas arreciaron la denuncia y, junto a otros activistas sociales, gestionaban la reconstrucción de un nuevo consenso nacional por el agua y la vida amenazadas por la minería de metales, la Fiscalía de Bukele tocó sus puertas aquella madrugada del 11 de enero de 2023 acusándolos de cometer un asesinato 34 años atrás cuando combatieron en las filas de la Resistencia Nacional, una de las organizaciones beligerantes del FMLN durante el conflicto armado.
A finales de julio de este año, tras suspender en cinco ocasiones la nueva vista pública, el Tribunal de Sentencia de San Vicente realizó el segundo juicio ordenado por la Cámara Penal de Cojutepeque. Casi dos meses después, el 24 de septiembre recién pasado, presentó su fallo: inocentes. La resolución absolutoria establece que “la Fiscalía no pudo probar la existencia de los supuestos delitos ni la participación de los procesados en su cometimiento”.
En un comunicado publicado un día después, la Comunidad Santa Marta planteó que la resolución del tribunal vicentino no sólo es la decisión “legal y justa”, sino que constituye “un acto de valentía frente a la cooptación de la mayoría de instancias del sistema judicial y los intereses extrajudiciales que están detrás de este espurio proceso penal, especialmente los vinculados al extractivismo minero”.
La Comunidad Santa Marta y las organizaciones ambientalistas celebran con cautela. Primero, porque el fallo aún no está firme, pues la Fiscalía todavía podría apelar ante la Cámara Penal de San Vicente y –eventualmente– presentar un recurso de casación en la Sala de lo Penal de la Corte Suprema de Justicia. Segundo, porque temen que la Fiscalía invente un nuevo caso contra los ambientalistas absueltos, detenga a otros líderes comunitarios o tome represalias contra quienes han acompañado la lucha por la libertad de los activistas antimineros.
El tiempo y los hechos dirán si la persecución contra el activismo ambiental antiminero termina con la puesta en firme del fallo absolutorio de los ambientalistas de Cabañas o si continúa. Mientras tanto, la amenaza extractiva se mantiene porque la ominosa Ley General de Minería Metálica no ha sido derogada, a pesar de la exigencia de las organizaciones, las principales universidades, las iglesias y la mayoría de la población en las encuestas.
Por otro lado, sigue la persecución política, más allá del activismo ambiental. Decenas de defensores de derechos humanos, sindicalistas, activistas sociales y líderes comunales siguen detenidos ilegal e injustamente: Ruth López, Enrique Anaya, Alejadro Henríquez, Ángel Pérez, Fidel Zavala, Eugenio Chicas, los dirigentes de la Alianza Nacional El Salvador en Paz y otros presos políticos. López y Anaya han recibido medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), pero el Estado salvadoreño no las ha cumplido.