Síntomas de una democracia enferma
La democracia costarricense atraviesa un momento crítico. Las grietas que durante años se ocultaron bajo el mito de la excepcionalidad ya no pueden seguir ocultándose, son visibles y profundas.
Lo que ocurre en la Casa Presidencial es el síntoma de una institucionalidad enferma. Es la expresión tangible de la frustración, la desesperanza y el descontento ciudadano mal digeridos, acumulados durante décadas de corrupción e ineficiencia de un sistema político incapaz de ofrecer soluciones a las necesidades del pueblo.
Hoy es evidente que el fenómeno político de los últimos cuatro años no responde a un impulso pasajero: forma parte de un proyecto que busca alterar los pilares fundamentales del Estado costarricense. Y así, como si se tratara de una película cliché, presenciamos cómo cae el relato histórico de nuestra “excepcionalidad” y se consolida una fórmula populista ya aplicada en otros países de la región.
En este contexto se inscriben los recientes procesos para levantar la inmunidad del presidente de la República. Aunque motivados por hechos distintos, ambos casos reflejan la correlación actual de fuerzas políticas en el país y la tensión que atraviesa el sistema democrático costarricense.
En el primer caso, la Fiscalía General acusó al mandatario de propiciar un beneficio patrimonial indebido estimado en $32.000 para un asesor político de su campaña. Ese pago provenía de un contrato irregular de publicidad por $405.000, financiado con una donación del BCIE. Esto llevó al presidente a enfrentar una acusación penal por el delito de concusión.
A partir de estos hechos, la Asamblea Legislativa recibió la solicitud para levantar la inmunidad del presidente. Aunque la mayoría de diputaciones votaron a favor, no se alcanzaron los 38 votos requeridos para el desafuero.
Aún así, la votación dejó en evidencia las alianzas y fracturas: por un lado, la complicidad entre el oficialismo y la fracción de Nueva República, liderada por el diputado y candidato presidencial Fabricio Alvarado; y por el otro, expuso las divisiones dentro del Partido Unidad Social Cristiana, cuyas diputaciones votaron en desacuerdo con su candidato presidencial.
Como consecuencia, el Poder Judicial deberá esperar al fin del mandato para reactivar la causa. No obstante, esto podría complicarse si el presidente asume otro cargo de alto rango que también le otorgue inmunidad, como ya insinuó la candidata oficialista Laura Fernández, de llegar a un eventual gobierno “de la continuidad”.
Más recientemente, la comisión especial encargada de analizar una nueva solicitud de desafuero acordó por mayoría recomendar al Plenario levantar la inmunidad presidencial. En esta ocasión, la petición proviene del Tribunal Supremo de Elecciones, que necesita procesar una serie de denuncias por beligerancia política cometida por el mandatario.
A pesar de que está absolutamente claro que la función de la Asamblea se limita a decidir si levanta o no la inmunidad, —sin competencia alguna para condenar o sancionar al presidente—, el Gobierno ha presentado este proceso como una persecución política, llegando incluso a insinuar que se trata de un golpe de Estado. Esta narrativa refuerza la construcción del “enemigo interno”, un concepto difuso en el que el Ejecutivo incorpora a toda fuerza nacional que se muestre disidente.
Lo verdaderamente doloroso es que, mientras estas disputan ocupan la atención pública, la población costarricense sigue enfrentando una grave situación de inseguridad y violencia creciente; un sistema educativo estancado; un caos vial insostenible en el Gran Área Metropolitana y la expansión del narcotráfico en los barrios más vulnerables, donde se cobran la vida de los jóvenes a diario.
Costa Rica necesita un cambio político desde hace décadas, pero ese cambio no se logrará dinamitando el equilibrio de poderes, ni se logrará mediante un culto personalista a una figura mesiánica.
Quizás el primer paso sea reconocer lo absurdo del momento político que atravesamos y negarnos a normalizar la distopía que habitamos. Creo que la transformación comienza en cada persona, asumiendo su cuota de responsabilidad y agencia para cambiar la realidad que compartimos.
Aunque el resentimiento generado por la ineficiencia institucional es profundo, aún es posible imaginar y construir formas distintas de institucionalidad, que realmente estén al servicio de las personas y no de un grupo. Con las elecciones presidenciales a la vuelta de la esquina, se abre una oportunidad para impulsar el cambio que el país ha postergado por tanto tiempo.