Un país sin rumbo
Nayib Bukele cuenta con el amplio respaldo de miles de salvadoreños que mantienen viva la expectativa de cambios que, por décadas, ningún gobierno ha sabido cumplir. Pero lo que necesitan estas familias no es un cambio de discurso, sino un cambio de realidad en sus condiciones de vida.
El Salvador es una nación sumergida en la corrupción, violencia, impunidad, falta de oportunidades y exclusión, y eso, en los últimos dos años, no ha cambiado. No hay información disponible que pruebe lo contrario.
El presidente Bukele reconoció en su discurso de dos años de gobierno que El Salvador no es el país de las maravillas, que no es el país perfecto y sin problemas, a diferencia, paradójicamente, de lo que nos proyecta la publicidad en la que gasta millones de dólares.
Bukele dijo que nuestra gente aún tiene hambre, que aún persiste la falta de empleos, de pensiones justas y de un techo digno para vivir. Y también, reconoció que no tenemos los niveles de seguridad que quisiéramos, ni por cerca.
Bukele reconoció en su discurso, que su gobierno, en dos años, no ha podido cambiar las causas por las cuales fue elegido presidente. Lo que hizo fue un intento de justificarse ante un pueblo sediento de cambios.
Lejos de asumir responsabilidad por esa incapacidad de transformaciones reales y concretas, lo que hizo fue trasladar la culpa a los últimos 200 años de historia. Dirigió sus críticas al sistema que heredó e hizo jurar a sus diputados y funcionarios no volver a ese sistema que le hizo tanto daño al país. Pero hay un problema: no nos explicó cuál es la alternativa que propone para que El Salvador supere los últimos dos siglos de historia, ni mucho menos, cuál es la ruta para llegar a eso.
¿Importa? Sí, porque, después de dos años y a pesar de que ya tiene todo el poder del Estado y se ha quitado de encima los controles, su estrategia sigue siendo mantener viva la llama del descontento hacia el pasado, que es la única gasolina que mantiene en movimiento el motor de su proyecto.
Por eso importa saber hacia dónde vamos, porque ese sentir más temprano que tarde se apagará cuando las promesas no se cumplan. Dicen que las decepciones son del tamaño de las expectativas y este gobierno si algo ha sabido hacer, es hacer soñar y colmar de esperanza a un país en crisis.
El discurso del presidente no tiene ni una tan sola cifra sobre el rumbo económico, a pesar que, según la última encuesta de LPG Datos, el 60.6% de los salvadoreños percibe que el costo de la vida es malo o muy malo, no sabemos cómo el gobierno atenderá a la crisis de empleos, salarios,pensiones o como piensa controlar el descarrillado endeudamiento. No sabemos qué es el Plan de Control Territorial y qué tan sostenibles son los acuerdos que mantienen en un hilo los homicidios en el país, no escuchamos medidas de castigo o evaluación sobre los funcionarios señalados por corrupción y tampoco hay claridad sobre la sostenibilidad de la política social ante la inminente austeridad. A pesar que la vivienda y el hambre fueron parte de su discurso, no hubo una sola frase para explicarnos cómo resolverá estos problemas.
¿Cuánto más puede esperar la expectativa de un pueblo que se alimenta de discursos de frustración por el pasado?
No sabemos hacia dónde va el país, y a juzgar por su discurso, el presidente tampoco lo sabe.