El “Lawfare”: la propaganda electoral de moda en Honduras 

Un exalcalde acusado por corrupción, la esposa del expresidente preso por narcotráfico en Estados Unidos, la actual ministra de defensa del partido oficialista, recientemente salpicada por involucramiento con el narcotráfico, y un par de contendientes más, apoyados por un exconvicto, son los candidatos en las elecciones primarias de Honduras que se llevarán a cabo en marzo de 2025. La mayoría de estos candidatos —o de quienes están detrás de ellos— han alegado ante el sistema de justicia ser víctimas de persecución política, después de enfrentar cargos graves. El lawfare es la defensa de moda en la campaña. ¿Qué tanto se está usando el sistema de justicia para fines electorales? ¿Es el lawfare una falla en el sistema democrático?

Por: Jennifer Ávila

Honduras va a elecciones primarias en marzo y generales en noviembre de 2025, pero la campaña política suena desde principios de este año. En un país donde el expresidente fue condenado apenas hace nueve meses por conspirar con narcos para transportar toneladas de cocaína a través de Honduras hacia Estados Unidos, para los políticos ser señalados de crímenes dentro y fuera del país se ha convertido en un escudo bajo el que se resguardan para pedir el apoyo del electorado. Este papel de víctimas ha sido parte de una fórmula reclutadora de votos. 

El lawfare o guerra jurídica es un término muy usado, sobre todo por políticos populistas, para mantenerse con buenos números en las encuestas en medio de sus aspiraciones electorales. Es un concepto que se ha desarrollado en el sistema de justicia para perpetrar «golpes blandos» sin necesidad de la violencia militar. Pero ¿es solo una estrategia populista mencionar el lawfare como justificación de actos indebidos o ilegales, o su uso lleva implícito el objetivo de transformar los principios mismos de la administración de justicia en democracia? 


Los primeros en usar el lawfare como argumento de defensa en Honduras fueron los Zelaya. Para Mel Zelaya, su familia y su partido —ahora en el gobierno— fue persecución política que varios de sus exministros, y él mismo, enfrentaran acusaciones por corrupción antes del golpe de Estado de 2009. Por eso, una de las primeras acciones del gobierno de Xiomara Castro, y quizá una de las más controversiales, fue emitir un decreto de amnistía política que incluyó delitos de corrupción para que sus allegados no fueran perseguidos por la justicia.

Los beneficiados incluyen a Marcelo Chimirril, sobrino de la presidenta, y a Enrique Flores Lanza, actual asesor presidencial y exministro durante la administración de Zelaya. La decisión de limpiar los expedientes de su círculo cercano le ha costado al gobierno de Honduras un atraso grande en la instalación de la Comisión Internacional contra la Corrupción e impunidad (CICIH), una de las promesas de campaña de Castro. 

El decreto de amnistía fue necesario al principio del mandato porque aún faltaban unos meses para la elección del nuevo fiscal general y la nueva Corte de Justicia, figuras que por principio democrático deberían ser contrapesos y poderes independientes, pero que en la práctica —en países cuyas democracias nunca despegaron— siempre terminan siendo negociados y cooptados por los partidos políticos para proteger a sus líderes y perpetuar la impunidad de su actos. Así, el gobierno de turno se blindó dos veces, porque el resultado de la elección del Poder Judicial y del fiscal general le favoreció. 

En Centroamérica hay casos claros del uso del sistema de justicia para perseguir a actores políticos. Si bien el caso del posible antejuicio contra el presidente Bernardo Arévalo y la persecución judicial contra varios miembros de su partido en Guatemala es un ejemplo, créanme que no se parece en nada con los supuestos intentos de golpe que Xiomara Castro asegura ha habido contra su gobierno.

La razón principal es que en Honduras el partido oficialista tiene control sobre el Poder Judicial, e impuso a un fiscal a la medida y a una Corte que le responde a su agenda política. Castro se encargó de preservar el Consejo Nacional de Defensa y Seguridad, una figura creada por el expresidente Juan Orlando Hernández (JOH), para romper la independencia de poderes y dar el poder absoluto al presidente en temas de seguridad y justicia. Todos sabemos que la concentración de poder en el presidente no ha pasado en Guatemala, aunque muchos de los seguidores de Arévalo lo deseen, por más antidemocrático que sea. Por el contrario, el organismo judicial, el Ministerio Público y el Congreso tienen el poder suficiente para cercar cualquier intento de reforma —y rescate— de la democracia que impulsa el Ejecutivo en ese país.

Mientras tanto en Honduras, la candidata presidencial del partido oficialista, Rixi Moncada, fue nombrada ministra de Defensa y ha convertido todo acto en el que se rodea de militares en mítines políticos. En los otros partidos compiten el exalcalde de Tegucigalpa por el Partido Nacional, Nasry Asfura, acusado por corrupción, y Salvador Nasralla, el eterno candidato a presidente, que se ha radicalizado copiando a figuras de ultraderecha como Javier Milei, presidente de Argentina, o al mismo Donald Trump. Compite internamente con Nasralla por la candidatura del Partido Liberal Jorge Cálix; ambos acogidos por Yani Rosenthal, presidente del Consejo Central Ejecutivo del partido y ex convicto por haber sido encontrado culpable en EE. UU. por delitos relacionados al lavado de activos.

A pesar de tener el control del sistema de justicia, el gobierno de Xiomara Castro sigue victimizándose, sobre todo tras las revelaciones de un narcovideo en el que están involucradas varias figuras importantes de su partido, como Carlos Zelaya, su cuñado —antes secretario del Congreso Nacional—, Adán Fúnez, alcalde de Tocoa, y supuestamente otros caudillos de ese partido. A ese nivel, por supuesto, ya no se trata de un lawfare local sino internacional. Tras la revelación del video en manos de autoridades estadounidenses, en lugar de dar respuestas, el gobierno hizo públicos nombres de personas de la oposición que supuestamente no han sido solicitados en extradición por EE. UU., como un anuncio para decir que se les aplicaría la justicia local. Al mismo tiempo dejó sin efecto el tratado de extradición, acabando con la herramienta más efectiva para acusar y procesar judicialmente a narcotraficantes hondureños.

¿El resultado? El fiscal general reabrió casos de corrupción que habían estado dormidos a petición de los gobernantes anteriores. El pasado 21 de octubre el fiscal general y el fiscal anticorrupción, Luis Javier Santos, presentaron en cadena nacional una acusación por corrupción contra Nasry Asfura, actual precandidato presidencial por el Partido Nacional, opositor del gobierno de Castro y exalcalde de Tegucigalpa. 

Nasry Asfura está compitiendo internamente en su partido frente a Ana García de Hernández, la esposa de JOH. Ambos contendientes representan los males de los partidos tradicionales. Es de conocimiento popular desde hace ya varios años que ambos fueron investigados por fiscales anticorrupción, casos que luego fueron detenidos por el sistema de impunidad que manejaba Juan Orlando Hernandez. El uso indiscriminado de fondos estatales para el clientelismo y para sus gastos personales, además del desvío de dinero público a través de ONG o de contratos amañados, son parte de las acusaciones.

La cadena nacional en la que el fiscal —como con ningún otro caso— se fue de frente a acusar a Asfura, victimizó a la oposición de tal manera que muchas personas comienzan a repetir lawfare como mecanismo de defensa. La campaña política suena a eso y es probable que le beneficie a Asfura, en un contexto de creciente descontento hacia el gobierno de Castro y su retórica del socialismo del siglo XXI (que usa los mismos fantasmas de la persecución judicial).

Es importante aclarar que, por el contrario, tanto el caso contra Asfura como la potencial investigación contra García no son persecución política, ya que podrían involucrar actos reales de corrupción, pero, en el contexto en el que esas investigaciones han sido reactivadas, se ha tergiversado mediáticamente su finalidad, dándole crédito al lawfare como argumento de defensa.

Tanto para el oficialismo como para la oposición, alegar lawfare es una ganancia electoral, pero para la tan esperada justicia, esa tergiversación es una pérdida, puesto que desacredita la imparcialidad en favor de la impunidad. 

Mientras tanto, la justicia no llega para la mayoría de hondureñas y hondureños. En Honduras, casos como el de la ambientalista Berta Cáceres continúan en la impunidad y generan más violencia; por eso siguen asesinando a defensores ambientales, como sucedió recientemente con el caso de Juan López en el Aguán. Otros tantos viven bajo amenazas y sin esperanza de protección, o buscan sobrevivir fuera de Honduras. Si la justicia se corrompe o se politiza, su funcionamiento será eficaz únicamente para proteger a las élites de poder y deja al resto de la población en la más absoluta vulnerabilidad, en un contexto que podrá ser cualquier otra cosa, menos democracia, justicia o libertad. 

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