Buscando a Mikelson: El hombre sobre el tejado y el ferrocarril subterráneo
Un apartheid en el paraíso
Por Juan Martínez d´Aubuisson
En el vídeo un policía persigue a dos hombres negros que huyen sobre un tejado rojo. Quiere acorralarlos, pero uno de ellos lo sobrepasa con una finta y corre. El otro, una figura delgada que viste un chaleco reflectante como los que usan los trabajadores de la construcción, queda atrapado. El agente lo captura y lo agarra de la ropa. El hombre intenta liberarse, pero el policía lo lleva hasta el borde del tejado. Y lo lanza. “¡Baba, Baba (Dios mío, Dios mío), lo mataron!”, exclama en creole, el idioma haitiano, la mujer que graba el vídeo desde un celular. El hombre del chaleco reflectante desaparece del plano. La mujer queda sollozando.
El vídeo lo recibo el 4 de octubre por la tarde, dos días antes de aterrizar en Santo Domingo, la capital de República Dominicana. La fuente que me lo manda no sabe nada de sus tres protagonistas, ni de la mujer que SE LAMENTA. Tampoco sabe en qué lugar se grabó. Las casas bajas de techo de lámina se parecen a las de cualquiera de los barrios donde, según han documentado ongs de derechos humanos, las autoridades dominicanas detienen a cientos de jóvenes, niños y mujeres con y sin sus bebés para encerrarlos en jaulas rodantes antes de ser deportados a Haití.
De lo que está convencido mi contacto es que la escena ocurrió entre los últimos días de septiembre y los primeros de octubre de 2024. El gobierno de Luis Abinader ha prometido sacar del país a 10,000 haitianos por semana y la Policía de Migración, la Policía Nacional, las Fuerzas Armadas, y parte de la población dominicana, incluso armándose, trabajan en conjunto para cumplir esa promesa y “defenderse” de lo que la narrativa oficial ha llamado una “invasión”. Durante el mes que estaré reporteando, el gobierno deportará a casi 28,000 haitianos. Mi contacto también cree que el hombre del chaleco ha muerto. Sería lo normal luego de una caída de ese tipo.
Para mí este vídeo representa el espíritu de esta lógica violenta que parece haber poseído a la República Dominicana contra sus vecinos: dos hombres negros huyendo sobre un tejado, un uniformado persiguiéndolos, un hombre lanzado como una bolsa se desechos, una mujer que llora.
Vídeos similares donde policías ejercen la brutalidad contra personas negras despertaron la indignación y movilización colectiva en países como Estados Unidos. El movimiento Black Lives Matter, que derivó en las mayores protestas cívicas en Estados Unidos desde hacía sesenta años, nació después de que en mayo de 2020 un vídeo mostrara cómo la policía asesinaba a George Floyd mientras exclamaba “I can´t breath (no puedo respirar)”. La mayor revuelta cívica de California en siglo XX estalló luego de que un jurado compuesto en su mayoría por blancos absolviera a policías blancos por la golpiza colectiva del afroamericano Rodney King en Los Ángeles, aunque quedaron inmortalizados en un vídeo que una vecina grabó mientras exclamaba cosas parecidas a las que escucho en el vídeo que ahora tengo en mi poder.
Es por eso que al llegar a Santo Domingo me acompaña lo que se irá volviendo una obsesión: encontrar al hombre del vídeo, o su tumba, o a alguien que lo extrañe; poder, además, responder qué fuerzas operan para que no haya juicios, ni investigaciones, ni protestas, ni fuego.
Un policía arroja a un hombre de un tejado en algún lugar de República Dominicana en medio de la política de deportaciones masivas de haitianos del gobierno de ese país.
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Tengo una cita en MOSCTHA, una ONG de apoyo a la población haitiana, pero al llegar a las instalaciones un grupo de ultranacionalistas de ropas oscuras que se hacen llamar Código Patria ha bloqueado la entrada. No permite a nadie entrar o salir. Son unas 50 personas con banderas de República Dominicana y retratos de Juan Pablo Duarte, el prócer que lideró la guerra de independencia con respecto a Haití en 1844. Han puesto un parlante frente a la entrada de la institución y gritan consignas anti haitianas. “¡No queremos haitianos aquí, que se vayan para Haití!”.
La institución funciona como clínica para los migrantes haitianos con papeles y sin ellos, tiene una cabina de radio donde transmite en creole para informar a la comunidad haitiana en el país y un programa especial para atender a gente con VIH. “¡Si no se van los sacamos, República Dominicana para los dominicanos!”, chilla Wendy Santiago, la líder fundadora de Código Patria. Pasadas unas dos horas paran las consignas y los insultos, guardan sus parlantes y sus banderas y se van. La clínica vuelve a abrir y los pacientes aparecen de nuevo, como si esta mañana del 7 de octubre de 2024 hubiesen estado escondidos en las cercanías.
En la parte alta de la clínica me recibe Joseph Cherubin, el director de la institución. Estoy acá porque va a darme acceso a una red de líderes haitianos en República Dominicana. Se trata de líderes locales, representantes sindicales, pastores evangélicos y Ungans, Mambos y Bokos, como se les conoce a los sacerdotes y sacerdotisas de la religión Vudú, que han establecido un sistema, muy rudimentario y cuasi clandestino, de apoyo a la comunidad migrante. Es esta red la que organiza colectas para sufragar los gastos médicos de los haitianos enfermos o heridos, la que brinda cobijo y protección cuando las redadas migratorias arrecian, y la que documenta las constantes vejaciones de las autoridades y grupos ultranacionalistas. Es esta red de pocos recursos y escasas conexiones internacionales la barrera que separa a muchos migrantes haitianos de la muerte y otros horrores.
Redes de este tipo han acompañado a la comunidad afroamericana casi desde la época de los grandes raptos de personas en África y los años de las colonias y el esclavismo. En el siglo XIX Harriet Tubman, una mujer negra esclavizada en el sur de los Estados Unidos conocida como “Moisés”, lideró una red clandestina que luchaba por la abolición de la esclavitud y apoyaba la huida de esclavos desde el Sur hacía los estados abolicionistas del Norte. A esta red clandestina se le conoció como “El ferrocarril subterráneo” y se calcula que al menos 100,000 esclavos la utilizaron para liberarse. En 2017 el escritor Colson Whitehead ganó el Pulitzer con su novela El ferrocarril subterráneo, basada en ese episodio histórico, y en 2023 el director Barry Jenkings la adaptó en una serie para HBO. En República Dominicana, un ferrocarril parecido, creado por hombres y mujeres negros, opera hoy. Éste, como aquél, debe hacerlo en las sombras si quiere sobrevivir. Éste, a diferencia de aquél, no camina para que las personas dejen de ser propiedad y logren su libertad, más bien intenta que las personas sean tratadas como personas y se queden donde están.
El director Cherubin me lleva a su oficina y me explica que hay redadas para cazar haitianos por las mañanas y por las tardes. Me dice que los policías parecen tener cuotas de capturas diarias y que si no las cumplen entran por las noches a los barrios a raptar. Para mostrármelo saca su teléfono y abre sus carpetas con la recopilación de vídeos y fotografías que líderes haitianos en todo el país le han enviado en el último mes. El archivo parece interminable. Es como un gran menú de los horrores.
Me muestra decenas de vídeos donde personas negras corren de sus perseguidores uniformados, muchas veces también negros, como el de una mujer que grita que su bebé recién nacido morirá de hambre si ella no vuelve mientras la insultan y la arrastran hacia uno de los camiones jaula que el gobierno ha destinado para la deportación. O la mujer que aprieta al bebé contra la reja de uno de sus camiones para que no caiga a la calle mientras el camión está en movimiento. O el de tres hombres uniformados que le dan a un hombre negro un garrotazo en la cabeza. “¡Parate, coño, haitiano del diablo!”, le dicen mientras el hombre convulsiona en el suelo, desangrándose.
Me muestra vídeos que han sido grabados por personas detenidas y bajo custodia del gobierno dominicano: haitianos desmayados, hacinados como ganado en grandes naves sin ventilación; gente que grita en creole que llevan ocho días sin poder hablar con su familia ni tener derecho a abogados; personas defecando en una bolsa dentro de las jaulas rodantes luego de 12 horas de encierro bajo el sol.
Muchos de esos haitianos están en un enorme centro de detención ubicado en la localidad de Haina, en el mismo lugar que durante décadas sirvió como destino para los veraneantes dominicanos, y que, aunque suena como una mala broma, conserva su antiguo nombre: Centro Vacacional de Haina.
Entre estos vídeos no está el del hombre que el policía tiró de un tejado. Le pregunto a Cherubin por él y le digo que quiero encontrarlo. Me dice que la red se pondrá en marcha y que lo encontrará para mí. A él o a su tumba.
El “ferrocarril subterráneo” de los haitianos asigna a Moisés, un hombre de unos 40 años, como mi guía. Es calvo, de cuerpo macizo y sonrisa perfecta. Es un zorro viejo del Caribe que sabe cómo moverse en los barrios de haitianos en medio de la cacería de la policía.
Dos días después de mi visita a la ONG, Moisés me llama por teléfono: “Está vivo”.
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Keken, un haitiano de 22 años, en un hospital de República Dominicana. Tiene medio cuerpo vendado después de caerse de un tejado cuando un policía lo perseguía.
La encargada de la puerta del hospital de traumatología de Santo Domingo solo me deja entrar a mí, a Moisés lo espanta, como a un niño, o más bien como a una mosca. En el tercer piso, en la habitación 204, sobre una camilla, vendado de medio cuerpo y pálido, de un pálido grisáceo, está Keken, un haitiano de 22 años. Su hermano lo acompaña, pero ninguno habla español. Deben recurrir al ferrocarril para contarme su historia. Llaman a uno de los líderes, un pastor evangélico, y él traduce desde el teléfono para mí.
En la mañana del 1 de octubre de 2024 Keken se dirigía a su trabajo, en una fábrica de bloques de cemento, cuando la policía lo persiguió en una de las nuevas redadas migratorias. Él subió a un tercer piso pero la policía corrió tras él, acorralándolo. Keken cayó hasta el suelo y ahí quedó inconsciente, con la cadera y varias costillas rotas más un rosario de quebraduras y magullones. Los policías lo vieron inconsciente y se fueron mientras él sangraba en el polvo de la calle.
El ferrocarril subterráneo de los haitianos lo ha cuidado desde entonces y han conseguido un cupo en el hospital. Pero para poder operarlo les piden varias bolsas de sangre y unos medicamentos con un valor de unos 300 dólares que la red aún no ha podido conseguir.
Un grupo de médicos entra a la sala donde están también otros hombres muy lastimados. El doctor encargado va acompañado de un grupo de médicos y doctoras jóvenes. Le preguntan cosas a Keken, pero este solo levanta los ojos hacia su hermano que a su vez me lanza una mirada a mí.
Le digo al doctor que soy periodista, que estoy escribiendo algo sobre este caso y otros. “Acá atendemos a todo tipo de personas, no importa si son haitianos. Tenemos que atenderlos igual”, me dice en automático. Le explico que no hablan español pero que pueden utilizar al mismo pastor como intérprete, pero no quiere. Le pregunto cómo se comunican con los haitianos que no hablan nada de español. “Tenemos un colega que habla creole, pero acá intérprete no hay, a veces algo entienden o hay alguien acá que pueda traducir”, me dice. En el caso de que no haya nadie, como el de Keken, pues nada, se dan la vuelta y se van sin informarle al paciente sobre su condición. Le pregunto si hay muchos extranjeros en condiciones similares. “Sí, hay varios chinos, pero ellos son más responsables que los haitianos”, me dice y sigue su camino.
Keken llegó hasta República Dominicana hace apenas un año, nació cerca de Cabo Haitiano y vino a buscar trabajo y huyendo del caos violento de las bandas y la hambruna. No es seguro que vuelva a caminar. En caso que lo logre, es seguro que no lo hará como antes.
Kekén no es el hombre sobre el tejado que busco, es otro hombre sobre otro tejado.
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“Seguiremos buscando”, me prometió Moisés el día que visitamos a Keken en el hospital. Llevo una semana en Santo Domingo cuando me llama de nuevo. “Una líder lo ha encontrado en Villa Mela”, me dice haciendo referencia a un barrio con gran concentración de haitianos. Me cuenta que la red ha hecho correr la información de que hay un periodista escribiendo sobre casos de abusos contra los haitianos y decenas de líderes, pastores, Bokos, y activistas de todo el país están escribiendo, enviando vídeos, fotos y declaraciones. Un pastor evangélico haitiano ha escrito al ferrocarril subterráneo y dice saber dónde encontrar al hombre del tejado. Dice que una líder llamada Vania parece tener el caso en su territorio.
Viajamos juntos con este pastor de quien lo más prudente será no decir su nombre ni dar mayores señas, hasta un barrio populoso a una hora de Santo Domingo.
Vania me recibe en su oficina. Es una mujer rolliza y cabello hasta la barbilla. Tiene una cara amable y una sonrisa que contagia. Como Cherubin, dirige una ONG de apoyo a la comunidad haitiana migrante. La suya se llama Movimiento Socio Cultural para el Desarrollo de las Comunidades. Ella me habla de la crisis en su sector, de miles de haitianos desplazados, de niños que se quedan solos cuando se llevan a sus madres. Como Cherubín tiene su propio archivo de vídeos aterradores.
Vania dice que la ofensiva contra la comunidad haitiana se hace más grave con el tiempo, dice que parece ser cíclico. La historia parece darle la razón.
En los años treinta, el dictador Leónidas Trujillo prohibió muchas expresiones haitianas en este país y organizó uno de los genocidios más brutales de América Latina en 1937 con el asesinato de entre 5 y 15 mil hatianos en la franja fronteriza de Dajabón. El tirano fue asesinado en 1971 pero dejó sembrada la semilla del etnocidio que ahora vuelve a florecer.
En 2013 una reforma constitucional estipula que todos los hijos y descendientes de haitianos “ilegales”, a pesar de haber nacido en República Dominicana y de tener acta de nacimiento y cédula, dejan automáticamente de ser dominicanos, con la pérdida de derechos que eso incluye. Según las organizaciones haitianas —la falta de estadísticas oficiales no permiten una cifra más precisa— en un país de poco más de 11 millones de habitantes ahora mismo viven entre 500,000 y más de un millón de haitianos. Más de 200 mil personas están condenadas a ser apátridas, no son dominicanas pero tampoco son haitianas puesto que no nacieron ahí. Están condenadas a flotar en la incertidumbre de estar ilegales allá donde estén.
La Comunidad de Haitianos Organizados, un conjunto de instituciones pro migrantes, ha documentado en 2024 cientos de casos de niños deportados, de mujeres embarazadas y en periodo de lactancia enjauladas en condiciones lamentables y deportadas con y sin sus bebés, personas encarceladas en jaulas rodantes, sin las condiciones mínimas que apuntan los tratados internacionales. En los últimos cinco años este conjunto de ONGs ha envíado un informe anual donde se consignan estas vejaciones a la Procuraduría General de la República sin que haya derivado en ningún tipo de investigación.
El discurso de odio, además, ha calado en la sociedad. Decenas de grupos anti haitianos amenazan, raptan y agreden a líderes y organizaciones haitianas con total impunidad.
No son casos aislados. No son policías descarriados. No son grupos de lunáticos que odian a sus vecinos. Desde 2021, cuando el éxodo haitiano comenzó a aumentar mientras su país colapsaba, República Dominicana ha deportado a 400,000 haitianos, según la Organización Internacional para las Migraciones. Lo que ocurre en esta isla del Caribe es un sistema de segregación racial. Es un apartheid.
Si se cumpliera la promesa de Abinader, en un año serían deportados tantos haitianos como habitantes tiene Asunción, la capital de Paraguay, o más de ocho veces los de Springfield, Ohio, donde según el bulo lanzado por el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, los haitianos comen mascotas.
Vania me muestra una de las acciones más eficientes para la protección de los migrantes. Es un vídeo que el tramo de la red a la que ella pertenece han elaborado para la comunidad haitiana. En él una mujer joven explica qué deben hacer cuando los persiga la policía, les dice que estén calmados, que traten de no caminar solos, les enseña algunas palabras en español y recalca que no deben pelear ni correr.
Cuando le pregunto por el muchacho del tejado, Vania dice que está vivo apenas y que agoniza en uno de los barrios de Villa Mela.
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La tarde siguiente Moisés me guía hasta Villa Mela. Los obreros haitianos van saliendo de las construcciones y llenan en masa los barrios marginales. Una patrulla de la policía nos sigue los pasos desde que llegamos a la zona. “Tú calmado, no van a hacer nada a periodista. Nos quieren quitar los cuartos (dinero), pero no van a hacer nada”, me dice Moisés en un español maluco y con una calma inquietante. Antes que subamos la cuesta de entrada al barrio, la patrulla se nos atraviesa por delante. Dos hombres uniformados rodean el carro con actitud de vaqueros, con las manos en las armas.
Un agente de la policía nacional que se identifica como Oficial Reyes toma mis papeles y anota mis datos en una libreta. Ni siquiera pide los documentos del vehículo. “Haitiano, ¿tienes tus papeles, estás en regla?”, le espeta el policía a Moisés, que se los entrega en silencio, sin quitarle una mirada desafiante de los ojos.
Revuelven mis cosas y destrozan una caja de barras de granola que, en un intento por ser más saludable, guardaba en el asiento de atrás de mí camioneta. Nos preguntan a dónde vamos. No respondo. Se van, pero nos siguen por varias cuadras hasta que hacemos algunos regates y nos internamos en el cerro. Subimos hacia el barrio por calles de barro, sorteando los enormes charcos que la lluvia de anoche dejó a su paso. La mayoría son casas pequeñas de techos de lata y pequeños cubos de madera parecidos a barracones.
Luego de un buen tramo llegamos a una casa pequeña. Adentro, boca abajo en un pequeño catre de madera, está Daniel gimiendo de dolor. Su sonido es un pugido suave y largo como el de alguien que se ha golpeado el estómago. Hablar le duele, parece que gemir también. En la espalda tiene unos seis orificios de bala en la parte izquierda de la espalda baja.
A Daniel un policía le disparó por la espalda durante un operativo de deportación.
Hace unos días, dos policías le quisieron detener mientras iba a su trabajo en una construcción. Daniel no se detuvo y trató de escapar. Entonces uno de los uniformados le disparó por la espalda. El tiro fue a corta distancia, los plomos de la escopeta aún no se habían expandido mucho, apenas pocos centímetros. Los tiros no atravesaron a Daniel. Lo tumbaron. Según me cuenta su familia, los policías lo obligaron a caminar de rodillas un tramo y quisieron llevárselo. Pero cuando vieron que sangraba mucho y que el barrio comenzaba a ponerse bravo y grupos de hombres jóvenes se juntaban por las esquinas indignados, lo dejaron sobre el polvo.
Antes de irme Moisés me dice que él se llevará mi carro, insiste en que los policías que nos detuvieron son los mismos que dispararon a Daniel y cree que podrían detenernos o jodernos de alguna forma. La gran red del ferrocarril haitiano necesita sacar estas historias del barrio y no se arriesgan a que mis fotos, grabaciones y vídeos terminen en manos de la policía. Me montan en una moto y me sacan por otros callejones.
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Después de mis fracasos, creo que no encontraré a ese hombre del tejado o sus restos, que ese caso quedará en el olvido, que su vida, o su muerte, solo pasará a la posteridad como un vídeo anónimo donde un policía anónimo lanza al vacío a un hombre sin nombre que había venido desde un país moribundo a trabajar y que ese día vestía un chaleco amarillo reflectante y un pantalón azul. Pero el ferrocarril subterráneo se manifiesta de nuevo.
Rony, uno de los líderes más activos de toda la red y cuyo nombre por supuesto no es Rony, me dice que los líderes le han enviado el mismo vídeo que tengo yo. Me dice que el muchacho está vivo y que está bajo la protección de Pastor Wilson, a quien nombra como si yo debiera saber quién es ese hombre.
Luego de un silencio dramático me cuenta que es un dirigente haitiano que opera en el otro extremo del país, en la joya turística de República Dominicana, Punta Cana. Ese pastor está siendo perseguido por las autoridades dominicanas por sus constantes denuncias y por llevar un registro en extremo detallado de los abusos, asesinatos y maltratos por parte de autoridades a la población haitiana. Ha sido amenazado varias veces y esto le vuelve arisco. Es muy difícil hablar con él por teléfono. Otros líderes haitianos que me cuentan sobre él lo describen como un hombre rudo, que además de ser líder comunitario y pastor es detective privado. Dicen que se guarda muy bien las espaldas.
Si quiero encontrar al hombre del tejado, asegura Rony, deberé ir hasta Punta Cana, a 200 kilómetros de Santo Domingo, y hablar con el pastor Wilson en persona.
Luego de caminar a ciegas buscando a un fantasma, la información que llega por el ferrocarril subterráneo rompe con el anonimato del hombre del tejado: Mikelson, el hombre del tejado se llama Mikelson.
Continuará…
* Esta investigación fue realizada gracias al apoyo del Consorcio para Apoyar el Periodismo Regional en América Latina (CAPIR) liderado por el Institute for War and Peace Reporting (IWPR).