Orquídeas: mujeres barrileteras que hacen volar la memoria desde Sumpango

Orquídeas: mujeres barrileteras que hacen volar la memoria desde Sumpango

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Orquídeas: mujeres barrileteras que hacen volar la memoria desde Sumpango

Resumen de la nota

Orquídeas: mujeres barrileteras que hacen volar la memoria desde Sumpango

*Este texto forma parte de los productos periodísticos desarrollados en la segunda edición de La Mediatón 2025, el laboratorio de innovación narrativa de Alharaca.

Por:  Valeria Ávila, Cami Naranjo, Christian Gutiérrez, Alejandro Solano

Ahí, entre mesas improvisadas, rollos de papel y voces entrecortadas por la risa, trabaja Sara Xicón. “Mi nombre es Sara”, dice, “y soy una de las fundadoras de este grupo. Hace más de 30 años participo en esta actividad. Ya como grupo establecido, 25 o 26 años vamos a cumplir este 2025”. Su tono es suave, pero firme: el de alguien que ha sostenido un sueño incluso cuando el viento soplaba en contra.

Hoy, alrededor de veinte mujeres—“entre chicas, señoras y niñas”—integran Orquídeas. Algunas han pasado por el grupo durante una década completa; otras llegan, aprenden, se van, regresan. Esa movilidad no debilita al colectivo; al contrario, lo renueva. “Esto es como una escuela para nosotras”, explica Sara. “Siempre estamos enseñando, explicando, reclutando chicas… el arte de cómo cortar, cómo pegar. Algunas patojas se han mantenido diez, quince años.”

En Sumpango, la elaboración de barriletes ha sido históricamente un oficio dominado por hombres. Las mujeres, recuerda Sara, solían participar solo preparando comidas o apoyando desde afuera. Pero hace alrededor de 25 años ella y sus hermanos tomaron una decisión que cambiaría la historia local: formar un grupo exclusivamente de mujeres. “No es por competir”, aclara. “Lo que queríamos era que la mujer también se involucre. La mujer hoy participa en muchas cosas: cultural, religioso, político… y aquí todavía persistía mucho machismo.”

Las críticas llegaron de inmediato. “Tuve muchas pedradas”, recuerda. “Hubo zancadillas, caídas… hasta se burlaron de mí.” Pero ella siguió. “Yo he dicho: antes de irme de esta tierra tengo que dejar un legado, una buena huella.”

Un taller que también es hogar

El trabajo comienza cada año entre abril y junio, cuando se reúnen para pensar el tema del nuevo barrilete. “Hacemos lluvia de ideas”, cuenta. Cada chica dibuja lo que imagina que podría tomar forma en el papel. De esos garabatos salen homenajes, colores y símbolos que más tarde se convertirán en diseños digitales ampliados sobre papel bond.

A partir de ahí empieza el trabajo fino: cortar, calcar y pegar papel china durante meses. No hay pintura ni materiales brillantes: las reglas del festival lo prohíben. Todo es papel, tacto y matiz. “Cada pedacito de papel… solo ellas sabrán qué está pasando en su mente y su corazón al estar cortando y pegando”, dice Sara. “Como tejedoras, como bordadoras. Si usted está triste, su tejido va a salir triste; si está feliz, va a salir con colores alegres.”

El taller también es un respiro. Muchas de las chicas vienen del trabajo o del estudio, llegan cansadas o preocupadas, y encuentran aquí un sitio para hablar, reír y aprender. Algunas casi no salen de su casa, pero a través del grupo viajan, conocen, se atreven. “Yo me siento como la mamá gallina con sus pollitos”, dice Sara entre risas. “Donde quiera que vamos, yo las tengo que ver y cuidar”.

Entre tradición y viento

La elaboración del barrilete es más que un proceso artesanal: es una forma de diálogo con las y los ancestros. Sara explica el origen de la tradición con calma, como quien repite una historia contada muchas veces por sus abuelos y abuelas.

“Antes se decía que en el camposanto había espantos, ánimas que venían a estropear la paz de la gente”, relata. Los ancianos del pueblo propusieron entonces un “choque de papel” para ahuyentar a los malos espíritus. De ahí nacieron los barriletes. El sonido del viento golpeando el zumbador espantaba lo que no debía quedarse. Con el tiempo, el gesto se volvió un acto cultural, un puente entre el mundo de las personas vivas y el supra e inframundo.

Hoy los barriletes ya no se elevan en el cementerio porque el festival convoca multitudes. El campo abierto de Sumpango se convierte entonces en escenario: cientos de colores luchando contra ráfagas de viento que pueden elevar un barrilete de siete metros… o romperlo sin aviso.

Sara recuerda momentos difíciles en los que la lluvia asomó de repente y tuvieron que proteger su creación usando lonas, manos y muchos nervios. Pero también recuerda el día en que no pudo subir al campo por un problema familiar y las chicas debieron enfrentarse solas al viento. 

“Yo estaba llorando y ellas también. Les dije: ahora es cuando. Yo no voy a estar siempre.” Ese día, las chicas elevaron el barrilete sin su guía. “Regresé llorando cuando vi que pudieron. Las mujeres podemos.”

Sostener la tradición con lo que hay

Orquídeas no cobra a sus integrantes. Nunca lo ha hecho. Los materiales, en los primeros años, los costeaban Sara y sus hermanos. Con el tiempo, algunas instituciones comienzan a donar papel o goma, pero la mayor parte del gasto sigue saliendo de un fondo que ellas administran con disciplina. “Como mujeres, somos buenas administradoras”, dice con una mezcla de orgullo y humor. Cada incentivo recibido—sea un premio o una pequeña ayuda económica por viajar—se guarda. Así empiezan de nuevo cada año.

“Lo que ellas deben traer es ganas y pasión”, insiste.

El cansancio físico forma parte del trabajo. Las jornadas se extienden hasta la madrugada, y al día siguiente cada una vuelve a su casa, a la cocina, al estudio, al empleo. Aun así, siguen. “El que le gusta, aguanta”, dice Sara. “Y están aquí porque les gusta.”

Un legado que se eleva

Este año, el barrilete del grupo rinde homenaje a Quetzaltenango: su marimba, su kiosco, su luna, su indumentaria. “Cada barrilete tiene un significado, un por qué”, explica Sara. Y detrás de cada color hay un estado de ánimo, detrás de cada patrón, un pedazo de historia.

Al final de la entrevista, Sara deja una invitación abierta: “Cuando vengan a Sumpango, no solo digan ‘qué hermoso’ y tomen fotos. Acérquense a un artista. Pregunten cómo se trabaja, cómo se hace. Esto no es pintura; son pedacitos de papel sobre papel.” También invita a visitar días antes del festival, a observar el proceso, a aprender de la tradición viva.

“Lo hacemos porque es nuestra cultura, nuestra tradición. Y por medio del barrilete, un mensaje puede viajar lejos… incluso a otro país. Y cuando viajamos, no vamos en nombre de un grupo. Vamos en nombre de Guatemala.”

La casa-taller vuelve a quedar en silencio cuando termina la jornada. El viento de Sumpango continúa su recorrido entre montañas, esperando el día en que, otra vez, un barrilete gigante de papel y memoria se eleve para encontrarse con el cielo.

Fotografías: Christian Gutiérrez y Valeria Ávila

Videos: Valeria Avila y Christian Gutiérrez – Edición: Cami Naranjo Diseño: Alejandro Solano 

Entrevista: Valeria Ávila con apoyo visual de Christian Gutiérrez.

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