Góchez y la presbicia de los intelectuales

Góchez y la presbicia de los intelectuales

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Góchez y la presbicia de los intelectuales

Resumen de la nota

Góchez y la presbicia de los intelectuales

 

 

“El año importa poco. Los sepultureros Despertaron a las cuatro de la madrugada. Bien se escuchó carcajear a la Muerte. El viento se detuvo en un ojo sin cara. ¡Cómo duele tu herida, pueblo mío!” —Rafael Góchez Sosa—

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Estudié en el Colegio Externado de San José, afamado en aquel entonces no solo por su disciplinado sistema de enseñanza, sino también por su sentido crítico, ese que caracteriza a las instituciones jesuitas. También lo era por la variedad de actividades extracurriculares para sacarle a los estudiantes su lado artístico, sin dejar de lado la conciencia social.

Formé parte también de la pastoral de ahí, la que nos exigía y nos enseñaba a dar el más, “el magis”, bajo las consignas de “todo es perfectible” y “en todo amar y servir”, en ayudar a construir el Reino de Dios, que no está en el más allá sino en el más acá; ese Reino de Dios de los más débiles, de los que sufren el pecado estructural de la pobreza.

Y pues claro, en ese camino de estudio me crucé con Rafael Francisco Góchez que, si no lo tuve como profesor de Lenguaje y Literatura, lo tuve como jefe del Departamento de Cultura o una especie de sección dedicada a actividades diversas. De ahí salían certámenes de todo lo inimaginable: composición, escritura narrativa, poética, oratoria, declamación, música, teatro, danza y un sinfín de etcéteras.

En personas que llegamos tímidas y calladas, como yo en cuarto grado, Rafael Francisco Góchez fue —para bien o para mal— una especie de guía, a veces forzada, que lograba sacar a flote nuestro lado artístico. Una audicionaba con miedo. Nos evaluaba en silencio, desde uno de los taburetes del auditorio, con la cabeza gacha y sin siquiera levantar la mirada. A puro oído iba anotando cada movimiento, eximiéndose de vernos haciendo malabares y piruetas, según el certamen al que aplicabas. Si al final del día quedabas seleccionada, el efecto de sentirte de lo peor en la audición había sido recompensado.

Íbamos a participar en esos concursos y luego salías en el Periqueando —que era y creo que es lo más cercano a un periódico escolar—, y de alguna forma nos hacía sentir vistas. Ahora, heme aquí: artística, sí, pero dándolo todo en el amar, en el servir.

Yo, como asustadiza estudiante en aquel entonces, le tuve a Góchez una mezcla de miedo, pena y admiración. Además de su altura, quizás me habrá provocado esa sensación no solo  por esa postura altanera, de pocas palabras, o los sarcasmos que me arrancaban alguna risotada medio tímida, pero risotada a fin de cuentas; sino también porque parecía ser un hombre con amplios saberes.

A veces creemos que la gente no cambia, que así se queda, tal como los recordamos, para siempre. Pero Góchez, vaya que sí cambió. Y lo ha demostrado. Hoy se mantiene muy activo en las redes, no solo en X —al que siempre seguiré llamando Twitter o “tuiter”—, sino también en su ya antiguo blog llamado “Copia de mí mismo”. Ahí, la frase que te recibe dicta: “Lo único verdadero quizás sea el pasado”.

Y sobre este punto valdrá la pena preguntarse dos cosas: primero, si Góchez ha olvidado ese pasado al que alude; y segundo, si dejó esa frase ahí porque cambiarla era complicada o porque, a lo mejor, le parecía inocua. Quizás la respuesta a esas interrogantes tiene que ver con el riesgo de descrédito que corren escritores o artistas cuando, en vez de observar críticamente al poder y al mundo de la política, desde las bancas de los intelectuales, se lanzan a la pista del circo para terminar validando con su prestigio las decisiones políticas contrarias a su credo. Enrique Krauze lo advierte en su libro Por una democracia sin adjetivos, refiriéndose en el capítulo de “Intelectuales y poder”, una forma en este caso paradójica de “(…) no poder ejercer la crítica en público, no poder buscar con libertad la verdad y, si la encuentra, a menudo debe ocultarla o mentir.”

En la famosa red social de Twitter —que equivale a veces a opinar y hacer juicios cual plaza pública—, somos espectadores de sus comentarios, donde nos priva de comentar las sandeces que escribe. Porque él sí se da el lujo de ser “librepensador”, porque él está con el régimen, porque él ahora avala que haya privados de libertad en la cárcel, aún cuando son inocentes. Porque ahora no se le conmueve el corazón ver las filas de madres preguntando por sus hijos, o las filas de padres llevando los paquetes a los centros penales, dejando ahí todo el dinero del mes. Porque ahora Góchez está del lado de quienes torturan y matan dentro de esas cárceles, porque está del lado de los cuerpos represores, todo en nombre de una supuesta “seguridad”. Y además, se da el lujo de hablar de esa seguridad pública como si hubiese vivido en una comunidad marginal, cuando ha sido y será siempre un hombre de privilegios que de violencia de organizaciones terroristas no supo nada. Ahora no se le escuece el corazón al ver los informes de organizaciones de sociedad civil y de las cifras de desaparecidos y desaparecidas, de gente torturada, de cuerpos entregados a sus familiares en ataúd cerrado. ¿Valen la pena todos esos “daños colaterales” en busca de “un bien mayor”? ¿Y es ese en realidad un bien?

Debemos entender que esa “seguridad” que nos venden pende de un delgado hilo que se encubre, como bien diría Michael Foucault en Genealogía del racismo, en el relato histórico como intensificador y operador del poder. Foucault nos plantea que la historia no es otra cosa más que una narrativa en la que el poder se cuenta a sí mismo por él  mismo. Parece un trabalenguas, pero no lo es: la historia depende de quiénes son los actores sociales que la escriben, y generalmente la historia que el poder hace relatar sobre él es la historia del poder a través del poder. Esa es la historia a la que Góchez contribuye contando, desde sus entrevistas en medios pro régimen hasta en ramplones tuits donde termina burlándose de él mismo, diciendo que tenemos una debilidad imaginaria: pérdida de libertad.

Al plantearlo así, ¿No se da cuenta que se mofa justamente de él, o de lo que fue? ¿O será que su blog era ya una antesala de lo que se ha convertido ahora? Una copia maltrecha de sí mismo, de una impresora que se va quedando sin tinta o que se trabó, como lo hacen todas las impresoras en momentos importantes, para dejar expuesto un lado suyo que estaba en la cara B del casete. El lado suyo que se sienta a la par del fascismo, que aplaude al dictador más cool, que se burla de los medios de comunicación independientes, que se mofa también de los presos políticos como José Ángel Pérez, como Alejandro Henríquez, como Ruth Eleonora López, como Enrique Anaya y otros tantos que faltan a la lista de esta dictadura a punto de ebullición.

Es fácil decir que aquí no se han perdido libertades, como anuncia él en las entrevistas con pseudo medios de prensa del oficialismo, donde se jacta de su su amplia sabiduría oculta en el arte de discutir para triunfar sobre el adversario, con argumentaciones sofísticas y hasta cierto punto, paradójicas. Es pues, una erística ya gastada que, por ende, no busca la verdad ni gana una batalla de argumentos apelando justamente a ellos, sino a una mezcla adornada en facundias en las que, a conveniencia, los comentarios están desactivados, ya sea para que nos quedemos con las ganas de empezar una discusión verdaderamente razonable porque en el fondo se sabe cobarde y no tiene el talante ni el temple para lidiar con quienes piensen distinto a él. Opera con el método de Nayib Bukele, que al tuitear algo que te provoque taquicardia o te haga un nudo en el estómago, no queda otra que pasar a la lista de las cuentas bloqueadas.

El sofismo parece cosa del pasado, pero desde 2019 El Salvador volvió a esa época oscura y continúa de retroceso a pasos agigantados. Lo que en otras dictaduras en Latinoamérica tomó décadas —como el caso de Nicaragua, por ejemplo—, aquí se instaló en pocos años, meses, semanas y días de incertidumbre, horror y espanto.

La alianza de los y las intelectuales con el poder no es cosa nueva. La historia puede darnos un centenar de ejemplos desde tiempos en los que probablemente algunos de nosotros aún éramos polvo de estrellas. Quizás volviendo a Krauze se nos hace más lúcido este bosquejo, cuando menciona que ya Max Weber explicaba la incompatibilidad de fondo entre la vocación del intelectual y la del político: “El poder tiene sus propias tareas que, en última instancia, solo pueden ser cumplidas mediante la fuerza.” 

A lo mejor haya mucho que apelar y haga falta reavivar a intelectuales, a académicos que no se han doblegado y siguen en la tarea de construir un mundo justo, en contar también la historia de resistencia ante ese poder que no renuncia. No como el personaje en cuestión, que por razones misteriosas ajenas a nuestra comprensión hacen pacto con la injusticia, con la violencia, con la perversidad, con el mal moral. Ese mal que se ensaña con la otredad, que ve fantasmas enemigos donde no los hay, que se encarga justamente de crearlos, de inventarlos, porque es la manera en que el totalitarismo logra mantenerse a flote bajo la inseminación del miedo sistemático a toda costa.

Góchez, vivo ejemplo de la deshonesta colaboración con el poder, parece cerrar así su trayectoria intelectual. ¿Qué diría su padre, que se rompió la espalda en las bananeras allá en Honduras y que escribió poesía de la más revolucionaria, de la más nostálgica, en tiempos violentos? ¿Qué hay de “Guerrita, ¿no?” y de todas sus publicaciones con las que crecimos también? ¿Qué hay de su proyecto musical Balada poética, donde musicalizó poemas de Delfy, su hermana? ¿Qué diría ella, que dio la vida y fue asesinada en una protesta el 22 de mayo de 1979 exigiendo cese a la represión? ¿Qué dirían tus muertos, Rafael Francisco Góchez? ¿Qué diríamos tus ex alumnos, que se supone teníamos que ser la promesa de El Salvador? ¿Vamos a ser esa promesa en medio de una dictadura que jamás pensamos vivir?

Quizás sí. Quizás nos toque reconstruir desde las ruinas y limpiar las esquirlas, el polvo, el olor a muerte, el miedo que baja por la espina dorsal. Nos tocará ser coherentes y consecuentes, y sostenernos en la búsqueda de la verdad: de nuestra verdad, de la verdad de los inocentes, de las madres, de los padres sin hijos, de las voces que han sido silenciadas tras las rejas. De devolvernos la libertad, la que merecemos, la que es intransferible, la que se abrirá paso con la luz que viene después de este descenso a los infiernos.

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