El año en que empezamos a desobedecer al miedo
El miedo se apoderó de nuestros pasos en 2025.
Primero fue el miedo por la incertidumbre, luego, por el caos. Una vez asumido el nuevo escenario político, el miedo a la represión se impuso. Tuvimos que salir del país y, con ello, llegó el miedo al cambio, sin que nadie explicara cómo enfrentar el miedo más profundo: el miedo a sucumbir.
Pero lo logramos. Seguimos. Y hasta hoy, resistimos.
El miedo siempre ha sido el instrumento más eficaz del poder para someter. La historia nos demuestra la capacidad que tiene para disuadir, dividir y domesticar. Para que la gente renuncie a reclamar lo que es suyo. Y sirve, sobre todo, para proteger los intereses de quienes acumulan poder.
Sin el miedo, sería imposible detener la lucha de las masas populares en las calles por exigir derechos y una vida digna.
Sin el miedo, los periodistas revelarían en libertad los abusos más ocultos del poder sin necesidad de huir de su país.
Sin el miedo, quienes defienden los derechos humanos podrían vigilar el trato justo y digno de las personas más vulnerables sin ser llamados enemigos.
Sin el miedo, todas las expresiones de la vida política del país podrían competir en unas elecciones libres, abiertas y transparentes en la disputa democrática del poder, sin por ello ser intimidadas o acosadas.
Sin el miedo, los vecinos, los empleados públicos, los usuarios del transporte público y cualquier ciudadano podrían emitir su opinión en libertad, sin temor a ser detenidos.
Sin el miedo, ese poder que necesita un pueblo sumiso, simplemente no podría gobernar.
Pero, ¿cómo llegamos hasta aquí?
Por el mismo miedo.
El miedo a perder la seguridad prometida, presentada como una conquista frágil, nos hizo ceder todo lo demás.
Asumimos –o nos hicieron creer– que el precio a pagar por sentirnos a salvo de las pandillas era renunciar a derechos que no considerábamos urgentes. Pero con esa renuncia hemos alimentado también un poder que oculta información pública, que silencia a voces críticas; que intimida, acosa y detiene a quien amenace sus intereses; un poder que puede acumular riqueza y más poder sin rendir cuentas sobre la legalidad de sus actos.
¿Esto nos afecta?
Sí. Profundamente.
El país llega al final de 2025 más seguro de las pandillas, pero más empobrecido, más desigual y más temeroso del propio Estado. Y aunque la seguridad pesa, no lo tapa todo. Al cierre de 2025, la pobreza y el alto costo de la vida han ganado terreno. Según datos del Banco Central, la pobreza extrema aumentó y ya hay 610,000 salvadoreños que hoy no logran cubrir su alimentación básica. La Canasta Básica rural se disparó a $190.10, casi $15 dólares más que en 2024. Hoy, miles de personas se van a la cama al finalizar el día sin comer.
Miles de pacientes crónicos siguen en lista de espera, víctimas de un sistema de salud que este año sufrió recortes en el presupuesto para medicinas; hay personas que dejaron de percibir ayudas determinantes, como los cientos de adultos mayores excluidos de la pensión básica universal o condenados a recibir $50 que ya no alcanzan para comer. Personas con discapacidad que fueron invisibilizadas de las políticas. Y, entre cada omisión, crece otro miedo: el miedo a reclamar derechos.
Ninguna sociedad debería verse obligada a elegir entre ser libre de las pandillas o ser libre del autoritarismo. Toda sociedad debe ser libre. Punto.
Reconocer esto no es un proceso lineal ni automático. En sociedades como la salvadoreña, en donde históricamente hemos sido despojados de derechos, donde existen profundas cicatrices colectivas del autoritarismo de la guerra, y una angustia permanente por preservar la vida –empezando por la idea de no ser asesinados al salir de casa–, despertar es difícil, pero posible.
Pero perseguir esa seguridad no puede ser una condena a nuestras libertades. El Estado tiene la obligación de garantizarnos una vida libre del acoso de las pandillas en nuestras comunidades, pero también debe conducir al país hacia consensos, hacia acuerdos amplios y sostenidos capaces de permitir que, gobierne quien gobierne, la ciudadanía viva con tranquilidad.
Desde el periodismo que hacemos en FOCOS no podemos cambiar todo. Pero sí queremos contribuir a una conversación urgente: cómo nuestra sociedad se relaciona con el poder. Y esa conversación empieza por reconocer que la seguridad no es una dádiva de ningún gobierno, y mucho menos es una licencia para abusar de su poder.
Por el contrario, creemos que una ciudadanía despierta no agradece lo que es su derecho: lo ejerce.
En 2026 seguiremos encendiendo la luz, pero depende de ustedes, nuestros lectores y comunidades, que no ganen las sombras. Recuperemos la valentía de pensarnos como ciudadanos libres. Porque el miedo no dejará de existir hoy, pero este año nos enseñó que no debemos obedecerle.