Diarios de Babel: Una pequeña Somalia en Tapachula

Apuntes sobre la travesía de Heiman.

Lunes 24 de abril de 2023.

Hace un rato salí a caminar por el centro de Tapachula y de pronto siento que estoy en Somalia. 

Desde  el mercado central camino sobre la doceava avenida norte, una calle desértica llena de cuarterías, casas diminutas divididas en pequeños cuartos, conocida por ser mercado libre de prostitución de migrantes centroamericanas a plena luz del día y de unos años para acá también de venezolanas, cubanas y otras nacionalidades. Al topar con la treceava calle poniente giro a la derecha, paso frente a una funeraria y llego hasta un enorme edificio de color rojo oscuro donde veo un grupo de hombres y mujeres árabes con túnicas de diferentes colores que se bajaban de una camioneta van.

Un joven moreno delgado y trigueño espera a los recién llegados en la puerta del edificio con un cuaderno en la mano en el que apunta el nombre de los que van entrando. Los recibe luego de tomar un puñado de billetes de sus manos. Espero a que termine el ingreso y me acerco al joven. Le cuento que soy periodista. Él me dice que es hondureño, que se llama Luis y que un día fue migrante también con intenciones de llegar a Estados Unidos, pero se quedó en Tapachula y al cabo de un tiempo terminó trabajando en este edificio convertido en hotel que ahora sirve para alojar a cientos de migrantes cada mes. “La mayoría que recibo son africanos. No lo vas a creer pero esta gente es más calmada que los centroamericanos. El salvadoreño y el hondureño son muy locos”, me dice. 

Luis me explica que los migrantes que pasan por su hotel van de paso. Se hospedan un mes como mucho. “Vos sabés que los morenitos hacen viaje premium”, me dice sonriendo. Lo que Luis intenta explicarme es que en el camino migrante hay clases de viajeros. Los que pagan más y los que pagan menos. Usualmente, los centroamericanos y los venezolanos intentan llegar por sus propios medios, mientras que los africanos y asiáticos que aumentaron su llegada masiva desde 2019 para acá, pagan paquetes que varían entre los nueve y los catorce mil dólares para llegar a la frontera norte de México con Estados Unidos.

“Últimamente me están llegando puros árabes. Hasta 120 he tenido”, me dice Luis. 

Frente al edificio está la décima avenida norte, una calle desaliñada llena de pequeñas ventas de comida y un bar diurno llamado “El Paraíso” de donde a esta hora salen dos borrachos rebotando contra las paredes. Desde lo alto del edificio veo una escena que me impresiona: la calzada está llena de gente vistiendo túnicas largas y turbantes sobre la cabeza. Son unas 60 personas distribuidas en grupos. Avanzo y de pronto escucho un murmullo sordo. Todos hablan en árabe y otros idiomas que no puedo entender. Usualmente me da la impresión de que cuando los migrantes que no hablan español llegan a Tapachula se sienten perdidos y dependen completamente del traductor de Google para comunicarse. Pero esta tarde yo me siento extranjero en esta calle. Soy el único que parece no entender lo que dice la gente a mi alrededor.

Avanzo por la calle y me siento bajo un pequeño techo de lámina frente a una cocina económica. Un grupo de unos 20 hombres y mujeres almuerzan espaguetis con salsa de tomate y toman té en unos pequeños vasos de unicel. Tres de ellos se levantan y se sientan a mi lado a conversar entre sí. Intento acercarme y les pregunto si hablan español. Me ven raro y me ignoran para seguir su conversación. 

La llegada masiva de migrantes de países lejanos y la xenofobia radical que existe en Tapachula particularmente contra la gente de piel negra ha provocado que en algunas calles, hoteles o comunidades se creen pequeños ghettos donde habitan grupos numerosos de haitianos o como en este caso, de africanos. Más al centro de la ciudad, por ejemplo, hay una plaza al lado de la iglesia católica que se llenó tanto de haitianos que algunos locales empezaron a llamarla “La Little Haití”. Quizá, sin saberlo, haciendo alusión al pequeño barrio Lemon City, en Miami, que calza el mismo nombre desde que un enorme éxodo de haitianos lo llenara en la década de los 70´s.

Intento hablar con algunos somalíes en esta calle, pero la mayoría me ignora. De pronto veo que un hombre pequeño y de piel trigueña se acerca. Los hombres de la calle parecen conocerlo y forman un circulo  a su alrededor. El hombre bajito saca su teléfono y dice “Mil ochocientos dólares. Yo a ti. Llevarte a Frontera United States. América”. Los hombres con túnicas entienden a medias lo que el hombre dice y uno de ellos le acerca su teléfono con la aplicación de traductor abierta. Me acerco al grupo intentando colarme sin llamar la atención. Veo que el hombre muestra fotos y videos de lo que parece ser una frontera con un muro de lámina. “Allá Estados Unidos. Yo he estado allá”, les dice el coyote. 

Varios de los hombres del grupo cargan fajos de billetes de 500 pesos mexicanos en sus manos. Uno de ellos le acerca su mano y el coyote lo aparta a hablar a solas con él con ayuda del teléfono. El grupo se dispersa. De pronto, una patrulla de la Policía municipal pasa de nuevo. Lo hará varias veces en las dos horas que esté aquí. Parecen tener mucha atención sobre este lugar como lo hacen con los migrantes de piel morena en general. 

De pronto, un joven alto y delgado se sienta a mi lado. Intento romper la conversación usando mi mal inglés. Pienso que podría entenderme. Ya he conocido a varios africanos que lo hablan muy bien.

-Where you from?- le pregunto.

El joven me mira fijamente durante un par de segundos. Parece desconfiado. 

-Somalia-, responde.

-¡Oh, Somalia! -le digo sorprendido. ¿Qué diablos hace alguien de Somalia en Tapachula? pienso para mí.

-And you?- me pregunta el somalí.

-I´m from El Salvador-, le respondo.

-Oh! El Salvador! Gangs! Piuf, piuf, me responde, haciendo la figura de una pistola con sus manos y se ríe.

Me río y para no quedarme atrás le respondo. ¡Somalia. Piratas! 

Nos reímos de nuestros males. Creo que empezamos bien la conversación. 

Usando mi mal inglés y con ayuda del traductor en algunos momentos, le cuento que soy periodista. Él me cuenta que se llama Heiman, que salió hace dos meses de Mogadiscio, la capital de Somalia, por una guerra. Le pregunto que qué de qué guerra habla. Menciona palabras inteligibles para mí y cuando ve que no entiendo me pide mi teléfono, abre el buscador y escribe “Al-Shabab”, un grupo yijadista que mantiene una guerra contra el gobierno que ya ha dejado decenas de miles de refugiados, según la ONU. 

Heiman me cuenta que algunos de sus familiares ya murieron a causa de la guerra y aunque a él nunca le ha caído una bala, en la fachada de su casa hay esquirlas de bombas que han detonado frente a ella. “Allá no hay vida para mí”, escribe en árabe en el traductor. 

Me cuenta que su viaje hasta Tapachula le ha costado hasta hoy $9,000 dólares, que su primer trayecto lo hizo en avión desde Somalia hasta Turquía y de ahí a Sao Paulo, la capital de Brasil. Luego viajó en avioneta privadas hasta Perú y de Perú a Ecuador. Desde ahí empezó un largo viaje en autobús hasta Colombia y atravesó a pie la selva del Darién. “I will never forget it”, me dice. 

Heiman me cuenta que durante su trayecto por el Darién vio cadáveres tirados en medio de las veredas y que él mismo estuvo a punto de morir de hambre de no haber sido por unos haitianos que le regalaron una lata de atún y dos barras energéticas para comer. 

“Yo estuve a punto de morir. Me agarró una trampa de oso”, me dice. Pienso que quizá entendí mal y le digo que me repita lo que acaba de decir. Para no redundar me muestra las heridas en sus dos piernas. Parece como si le arrancaron de la mitad de sus tibias hacia abajo y se las volvieron a pegar. “Trampa para oso es peligrosa”, me dice. Yo le creo.

Heiman me dice que de los cerca de 60 somalíes que están ahora en esta calle más otros que están en el hotel de paredes rojas, la mayoría ya tienen un trato con una red de coyotes que los llevará hasta la frontera con Estados Unidos. “Mañana iré por mi documento a COMAR”, me dice. El documento del que Heiman habla es un estatus de refugiado que le servirá para poder viajar por avión. Un documento que usualmente puede tardar hasta diez meses para la mayoría de migrantes que esperan aquí. La mayoría centroamericanos o venezolanos. Los migrantes que pagan poco. Que tienen poco. Que valen poco aquí. 

“Nunca voy a olvidar esta travesía. Es el viaje de mi vida. Nunca voy a olvidar la selva del Darién. Cuando llegue a Minnesota le voy a contar a todo el mundo lo que he vivido”, me dijo. De pronto Heiman me dice que tiene que irse, tiene que volver al hotel sin explicar por qué. 

Me despido de él, chocamos palmas y le deseo buena suerte. Tomo mi libreta y salgo de la pequeña Somalia. Unas calles después estoy en Tapachula otra vez.

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