Milo Hernández, la leyenda del ciclismo que no corría en bici
Emilio Hernández, vecino de uno de los barrios más antiguos de San Salvador, es una leyenda de la época dorada del ciclismo nacional, un deporte de élite al cual se vinculó a través de su taller de reparación de bicicletas y de los equipos que dirigió como entrenador. Cincuenta años después, el ciclismo no es lo que solía ser, dice; como tampoco la ciudad que lo vio crecer y donde ahora negocios como el suyo se han convertido en retratos del pasado, congelados en el tiempo.
Hace años que Emilio Hernández no camina a la Plaza Barrios. Las rodillas ya no le aguantan tanto andar. 84 años lo llevaron de un lado a otro y hace poco comenzaron a pedirle un poco de descanso. Menos mal, el taller lo tiene en la casa. Ahí en el barrio Candelaria lo llegan a buscar los pocos clientes que todavía le piden que repare sus bicicletas.
“Hoy se miran más motos que bicis”, afirma sentado en medio de su taller, con las manos ennegrecidas de la misma sustancia que tiñe las herramientas, las piezas, el suelo y las paredes de la habitación donde nos encontramos. El negocio va para abajo, pero Emilio no está dispuesto a abandonarlo todavía.
El viejo taller se mantiene, al igual que muchos otros negocios en el centro, como un escaparate al pasado. Y muchos lo visitan simplemente para conversar con su dueño sobre la historia del ciclismo en El Salvador.
Muchas cosas han cambiado a lo largo de las ocho décadas de vida de Emilio. Las calles que antes eran peatonales, ahora apenas y tienen aceras. Los edificios que una vez visitó ya no existen o se han convertido en bodegas, parqueos, mesones. Incluso ahora que no sale de su barrio, puede percibir que las cosas siguen transformándose.
Los pandilleros que antes merodeaban su vecindario ya no están, señala. Eso es bueno. Pero también los vendedores ambulantes que antes llegaban a su casa ofreciendo variedad de productos han desaparecido. Eso no le parece bien. “Antes venía gente de fuera con su canasto con aguacate, tomates, cualquier cosa. Hoy ya no pueden entrar al centro”, dice.
También el ciclismo ha cambiado, piensa. Las bicicletas ahora son de otros materiales. Los uniformes, las herramientas, todo se ha vuelto más eficiente… y más caro. En la actualidad quizá no hubiera podido tener un equipo propio ni ser entrenador, piensa. “Hay cosas que han cambiado para bien, pero hay otras….”, dice, sin atreverse a terminar la frase.
LA CARRERA DEL TALLER HERNÁNDEZ
La trayectoria de Emilio y el Taller Hernández comienza alrededor de los años 70, en una vivienda ubicada frente al Mercado Belloso. Ahí fundó su primer taller después de independizarse de su padre, quien le enseñó el oficio. En ese momento trabajaba armando bicicletas para la tienda Prado. Durante las noches se dedicaba al trabajo en el taller y, en el día, un amigo suyo se encargaba de entregar las bicicletas y recibir nuevos clientes.
La especialidad de Emilio siempre han sido las bicicletas de competencia. Fue así como comenzó a vincularse al mundo del ciclismo y a hacer amigos que practicaban ese deporte a nivel profesional. No recuerda la fecha, pero debió ser a finales de los 70 cuando la oportunidad de involucrarse más de lleno con ese deporte se presentó ante él. El ciclista español Juan Carlos Pérez visitó el país para dar un taller de entrenamiento de equipos y Emilio decidió inscribirse. A inicios de los 80, se hizo cargo de su primer equipo, un grupo de ciclistas novatos que había quedado sin rumbo luego de que su entrenador los abandonó.
Emilio es conocido como una leyenda del ciclismo pero nunca anduvo en bicicleta. Las vueltas las acompañaba en su motocicleta, y así anduvo cerca de muchos deportistas renombrados. Un portal de historia sobre el ciclismo salvadoreño lo recuerda como parte de “los primeros peregrinos” que hicieron la ruta hacia Esquipulas. Su moto iba junto a las bicicletas de los hermanos José, Antonio y Secundino Caledonio, Jorge Landaverde, Guillermo Carrillo, Antonio Dubón Jovel, David Miranda, Víctor Santos Villeda, Pedro Girón Bonilla, Roberto García, Gervasio Villatoro y Nicolás Lemus.
Como entrenador fue estricto, afirma. Pero así logró varios reconocimientos para los equipos que dirigió. Con orgullo, recuerda que en 1982 su hijo, entonces de 17 años, se convirtió en el Novato del Año, el más reconocido de la competencia de juniors. En las paredes de su taller cuelgan fotografías de los deportistas que corrieron con la camiseta del Taller Hernández.
“Ahí hay doctores, licenciados, otros que están en Estados Unidos. Gracias a Dios, me reía de la vida por lo que hice, sin interés de que me dieran algo solo por satisfacción mía”, dice.
Con los años, el deporte se transformó y Emilio decidió retirarse, pero su trayectoria sigue siendo reconocida por la Federación Nacional de Ciclismo. En su taller exhibe algunos de los últimos homenajes que ha recibido por su aporte a la promoción del deporte. En 2019, durante la carrera Sivar Crit realizada en las calles del centro de San Salvador, fue homenajeado con la categoría piñón fijo.
“Don Milo”. Así será siempre reconocido por el mundo del ciclismo nacional esta leyenda del deporte que nunca corrió en bicicleta.
EL BARRIO CANDELARIA
En el centro de San Salvador, la pertenencia a los barrios más antiguos puede ser un sentimiento más vinculado a la identidad que a la geografía. Emilio Hernández, por ejemplo, se siente parte del Barrio Candelaria, incluso cuando su casa está ubicada fuera de los límites de esa comunidad, en lo que ahora es el barrio La Merced, según la más reciente distribución territorial administrativa de la municipalidad.
Candelaria fue uno de los embriones de lo que hoy es la ciudad de San Salvador, fundada en 1545. Se formó alrededor de la parroquia de Candelaria, construida por los hermanos Mercedarios, y es considerada la más antigua de San Salvador. La religiosidad de ese entonces fue el compás que marcó la organización de la ciudad y sus habitantes.
Los historiadores estiman que la zona debió ser un lugar de influencia en sus primeros siglos, debido a la cercanía con la Plaza Mayor, el centro de poder político, militar y religioso. Luego, en la medida que las familias ricas fueron migrando hacia los suburbios, las enormes residencias que habitaban se fueron transformando en mesones o casas más pequeñas, para dar cabida a las clases populares. A diferencia de otros barrios, donde el comercio informal conquistó los espacios, Candelaria siempre mantuvo su carácter residencial.
La modernidad se ha ido imponiendo caóticamente sobre los barrios más antiguos de San Salvador. La desidia de las autoridades ha dejado a merced del tiempo las viejas infraestructuras, que muchos vecinos han ido adaptando con mucho esfuerzo para mantenerlas habitables.
Ahora, frente al nuevo reordenamiento territorial ordenado por el presidente Nayib Bukele, los negocios antiguos, como el de Emilio, están bajo amenaza de desaparecer. Aunque para suerte del mecánico, hace años que la propiedad es suya.
Hace diez años más o menos, Emilio recibió la visita de un hombre que le ofreció comprar su casa, una residencia de entre finales del siglo XIX a inicios del XX, que adquirió con mucho esfuerzo, después de que el terremoto de 1986 dañara gran parte de la infraestructura y la dueña decidiera venderla.
El visitante se presentó como delegado del laboratorio farmacéutico que opera a la par de la vivienda y que ocupa una cuadra de terreno. — ¿Cuánto da? — le preguntó Emilio en referencia a la oferta de compra. — Diez mil — respondió el comprador. Y la negociación se quedó hasta ahí. “La querían, pero regalada”, dice Emilio. Con ese dinero, calculó entonces, no podría comprar ni siquiera un terreno en San Salvador donde construir una nueva casa.
Así que Emilio se quedó con su hogar y su taller. Ahí mismo donde construyó gran parte de su carrera. “Yo de aquí quizá voy a salir en caja”, dice.