Mujeres al poder ¿para quién?
La llegada de Claudia Sheinbaum a la presidencia de México, el 1 de octubre, y la candidatura de Kamala Harris, en EUA, impulsa aún más el discurso de la representación de las mujeres en espacios donde se toman decisiones que nos afectan respecto a políticas cruciales, principalmente en temas como migración, seguridad, la justicia reproductiva y la violencia de género. Pero, ¿es suficiente con que sean mujeres ocupando esos espacios?
por Chantal Flores
Después de 200 años, México tiene una mujer presidenta. Y el país arriba de nosotros también podría tener la suya a partir de enero 2025. Esto, como se ha venido viendo desde hace tiempo, impulsa aún más el discurso de la representación de las mujeres en distintos espacios, especialmente en aquellos donde se toman las decisiones que nos afectan. Ver a otras mujeres en lugares donde rara vez —o nunca— se les veía, se equipara con que el resto (las que no hemos llegado ahí) tengamos la posibilidad de creer que también podemos llegar ahí. O que al menos, sobre todo en el caso de un cargo político, nuestras posibilidades y oportunidades se ampliarán. Pero, realmente, si ellas pudieron, ¿el resto también podrá?
La representación es principalmente un espejo para ver. Vernos tú, yo, un grupo de personas, una comunidad entera ahí. Llámese pantalla de televisión, mesa directiva, podio olímpico, o la mismísima silla presidencial. Pero, ¿qué sucede cuando no podemos vernos en aquello que supuestamente nos representa? ¿Qué ocurre cuando esa representación que nos venden sólo está basada en una amplia categoría que nos aglomera, pero no nos permite diseccionarnos por miedo a que se caiga aquello que nos han hecho creer que significa ser mujer –con todo y su amplitud y matices– por décadas y décadas? ¿A quién(es) sacrificamos por llegar ahí?
Hay un camino recorrido, claro. Se ha avanzado en la participación y representación política de las mujeres. En México, especialmente desde la reforma constitucional de 2019 “Paridad en todo”, que establece que las mujeres ocupen el 50 % de los cargos en el Ejecutivo, Legislativo y Judicial, a nivel federal, estatal y municipal. Sin embargo, a nivel municipal, la violencia política contra las mujeres sigue siendo un obstáculo que limita su acceso y permanencia en estos puestos. Teresa Reyes Loza, candidata a la presidencia municipal de Santo Tomás de los Plátanos en el centro del país, renunció a la candidatura por falta de seguridad hacia ella y su familia. En Nuevo León, Linda Padilla se bajó de la contienda por la alcaldía del municipio de Guadalupe después de que su camioneta fuera baleada durante un recorrido.
Por otro lado, recordemos que ocupar un cargo político no garantiza automáticamente la aprobación de políticas en beneficio de las mujeres. Un ejemplo de esto son las diputadas del estado norteño de Nuevo Léon, quienes en 2019 dieron la mitad de los 30 votos con los que se aprobó la penalización del aborto.
La representación va más allá de ocupar espacios. Una vez que se toma el puesto, y claro en el camino a este, hay que atreverse a ver y escuchar a quienes se representa. Y es aquí donde se continúa dejando atrás a las mujeres históricamente marginalizadas.
Una podría creer que por sentido común —si es que todavía queda algo en este mundo actual—una presidenta tiene que llevar una agenda con perspectiva de género. Pero considerando la amplia gama de las problemáticas que enfrentan las mujeres en México y la región, y las brechas que aún permanecen, o incluso se siguen ensanchando, ¿qué tanto tiene que incluir esta agenda para poder afirmar que esa presidenta sí nos representa? ¿A cuántas mujeres migrantes, indígenas, afromexicanas, con discapacidad, de la diversidad sexual y de género, se tiene que incluir en esa agenda para que no quede en un vil tokenismo?
Cuando ganó Claudia Sheinbaum en México, una parte de América Latina celebró su triunfo no sólo por ser mujer, ya que su principal oponente también era mujer, sino también por ser de la “izquierda progresista”. Una mujer que continuará la transformación de un gobierno que sí volteó a ver al pueblo, pero sólo a la parte que le convenía. No a los desplazados por la violencia del crimen organizado, o a las mujeres de las periferias con mayor riesgo a ser desaparecidas y/o asesinadas, o a los pueblos, barrios originarios y comunidades indígenas que siguen denunciando el “desprecio, despojo y agresión” que enfrentan. Solo por mencionar algunos ejemplos.
Con el crecimiento de la derecha y extrema derecha en distintas partes de América Latina, y las amenazas y riesgos que esto trae particularmente para las mujeres históricamente marginalizadas, se comprende la celebración de este triunfo. Pero no es un triunfo que se sienta pleno. Especialmente cuando la presidenta electa no centró su campaña en las problemáticas más graves y urgentes que afectan a muchas mujeres en México. Evitó profundizar en las exigencias de las madres que buscan a los más de 100,000 desaparecidos, o en la urgencia de atender y proteger a la población migrante, la cual cada vez incluye a más mujeres y niñas que atraviesan el país bajo el riesgo de ser extorsionadas, secuestradas, abusadas, o desaparecidas. Al contrario, aunque niega más militarización, sigue justificando y consolidando la presencia de militares en el país, la cual amenaza diariamente los derechos humanos de las mujeres y personas migrantes. Si bien apenas va a tomar posesión en octubre, no ha habido señales de que estos sectores formen parte de su agenda de prioridades.
También habría que cuestionarnos por qué hay una mayor expectativa de que una mujer, al contrario de un hombre que ostenta el cargo de presidente, escuche y atienda a las madres buscadoras o a las madres migrantes que cruzan el territorio mexicano. O, en el caso de Kamala Harris, por qué esperamos que a una vicepresidenta/candidata presidencial de un Estado imperialista le importen las poblaciones, especialmente aquellas racializadas y empobrecidas, que buscan refugiarse de la violencia estructural, el cambio climático, o dictaduras? O ¿por qué ella, particularmente, debería oponerse a un genocidio cuando su país es el principal proveedor de armas? ¿Sólo por ser mujeres? ¿Es acaso por esta creencia de que las mujeres sentimos más, somos cuidadoras “naturales”, o nos conectamos con el dolor más fácilmente? ¿No es eso lo que también nos ha impedido acceder a puestos de poder por nuestra supuesta falta de objetividad o incapacidad de ser seres “racionales”?
Supongamos que ellas están en contra de todo esto, pero a eso se suma la prerrogativa de si realmente tendrán el poder y la fuerza de voluntad suficiente para pararse ante el sistema. ¿Es realmente posible que las mujeres puedan acceder y utilizar un poder que vea, escuche y atienda a una diversidad de mujeres dentro de las mismas estructuras que se sostienen con la opresión y división de las mujeres? De nada sirve buscar ese “asiento en la mesa”, si la conformación de la mesa no cambia.
Con la llegada de Sheinbaum el 1 de octubre, y la posibilidad que se abre con la candidatura de Harris, será interesante ver si hay un cambio respecto a políticas cruciales, principalmente en temas como migración y seguridad, o en temas cruciales para los votantes de ambos países como la justicia reproductiva y la violencia de género. México ha avanzado con la despenalización del aborto a nivel federal, y la lucha por hacer desaparecer el aborto de todos los códigos penales estatales continúa de la mano con la presión de las colectivas que buscan garantizar el acceso a los servicios. Mientras que Estados Unidos anuló el derecho al aborto y continúa imponiendo restricciones severas para su acceso, la elección entre Harris y Trump marcará el retroceso definitivo o la posibilidad de luchar la revocatoria del aborto como un derecho.
Es cierto que en ambos países las poblaciones históricamente marginalizadas son las que realizan el trabajo más crucial para cualquier cambio significativo: apostando al trabajo de base y fortaleciendo comunidades. Pero para pensar en colectivo, primero se requiere una introspección individual, y tomando en cuenta los ambientes de violencia, precariedad y hartazgo que predominan en gran parte de la región, crear tiempo y espacio para esto es desafortunadamente un privilegio. Pero, a lo mejor, se podría empezar por girar la mirada hacia el poder en vez de quedarnos en la falsa promesa de la representación. Ahí posiblemente logremos no sólo redefinir el poder, sino también bajarlo de los peldaños y establecer su uso no sólo para las mujeres, pero para todas aquellas poblaciones que llevan décadas buscando representarse a ellas mismas.